Intentar encontrar el orden de lo desordenado. “Dios no juega a los dados”, dijo acertadamente una vez un sabio científico. La naturaleza nos muestra en cada acto que todo es fruto de la causalidad. El azar simplemente existe ante nuestra deficiencia de análisis de todas las variables que pueden afectar un acontecimiento. Si algo existe es porque debe existir, porque algo ha provocado su existencia. En nuestro universo toda la materia y energía están ordenadas, están colocadas perfectamente para que todo siga su curso, para que todo siga en movimiento.
Pero existe el pensamiento. De momento solo conocemos el humano, con lo cual no se descarta que en un futuro se den a conocer otros seres con pensamiento. El pensamiento no se puede situar en la naturaleza como se sitúa una piedra, el aire o el fuego. El pensamiento pertenece a otro campo que desde luego no es material. Precisamente en lo no-material es donde encontramos el desorden.
El desorden es la humanidad, o aún más, los seres humanos. Una persona es impredecible, nunca sabemos como puede actuar en una situación determinada, a pesar de lo que digan los conductistas. Es imposible saber que piensa otra persona. Pero lo que queremos es encontrar el orden de ese caos que es el individuo.
Hay quien dice que el individuo no existe, que solo existe la sociedad. Está claro que los pensamientos que tenía Cicerón es difícil que los tenga alguien hoy en día, igual que Newton no hubiese postulado la teoría de la gravedad en la antigua Grecia. La sociedad marca al individuo, pero en cierto modo el individuo también marca la sociedad. Quizás si Hitler no hubiera nacido existiría otra persona similar que hiciese lo mismo, porque en ese momento Alemania necesitaba un cambio. Pero del mismo modo si Hitler no hubiera nacido y en el 33 el partido nacional-socialista hubiera tenido un líder menos carismático no ganaran las elecciones y los nazis nunca hubieran existido. Nunca lo sabremos.
Ortega y Gasset explica muy bien la relación del individuo y la sociedad en la celebérrima frase “yo soy yo y mi circunstancia”. La sociedad intenta crear un individuo a su imagen y semejanza, pero no todos son iguales. Y ya que un individuo no puede comprender a todos los individuos que componen la sociedad, pues intenta mirarla en su globalidad como si de un ente fantasmal se tratase. Sería más interesante si en lugar de mirar hacia el exterior se mirase hacia el interior. Antes de intentar comprender a los demás individuos comprendámonos a nosotros mismos.
La sociedad está siempre machacando con lo que “debemos ser”. No ya solamente la televisión que te avasalla intentando venderte cualquier objeto que no necesites. Ni de lo implícito de los anuncios, la forma de vida que te intentan vender. Sino la misma sociedad con su escuela, su hospital psiquiátrico, su cárcel, su fábrica, su policía… que te obliga a seguir unas pautas para poder denominarte “sujeto”. Con esto no hace más que presionar a los individuos cada vez más, eso se ve claramente en el aumento de la tasa de suicidios y de personas víctimas del estrés de nuestros días en comparación con los de hace cien años, y contra más nos alejemos temporalmente, más diferencia habrá. Si esto sigue así al final creeremos que tenemos todas las comodidades del mundo, con nuestro microondas, nuestro coche, nuestro mando para la televisión, el teléfono móvil, Internet…. Pero a los veinte todos calvos y a los treinta infarto de corazón.
Pero el estrés no es la peor consecuencia de las presiones a las que somos sometidos a diario. Los dos mayores problemas que se pueden observar en nuestra sociedad son la falta de autoestima y de inquietudes. Desde pequeños tenemos la presión con las calificaciones en los boletines trimestrales de la escuela, conforme vamos creciendo hemos de tener pareja, coche, buenos estudios, un buen trabajo, etc. Y si fracasas en uno de esos aspectos la sociedad te da la espalda. Los padres al principio, luego la pareja, el jefe, los amigos… En cada ocasión en la que sientes que la sociedad te da la espalda se genera un sentimiento de culpabilidad: “no soy lo bastante bueno para satisfacer a mi entorno, luego, soy malo”. A la vez que se siente culpabilidad por los propios fracasos también se siente culpabilidad por los fracasos ajenos: “mi hijo no saca excelentes, luego, soy mal padre”. Estos fracasos, en cierto modo, son los causantes de más peso en el problema de la autoestima.
Como consecuencia tendríamos la inseguridad que demuestran algunas personas, el excesivo apego hacia algo o alguien que consideramos superior (algo que no es difícil encontrar debido a la mala imagen que tenemos de nosotros mismos), la necesidad del autoengaño, las mentiras…
Las inquietudes, los estímulos interiores, existen cuando estamos en armonía con nosotros mismos. Si nos pasamos todo el tiempo preocupados con nuestros problemas lógicamente no tendremos tiempo para pensar en nosotros. Si caemos en la frustración, causada por la falta de autoestima, no sabremos ver la cantidad de estímulos exteriores que piden a gritos que nos interesemos por ellos. Por lo tanto esta es la primera barrera que debemos derribar, el primer ladrillo que debemos sacar del muro que nos encierra.
Amémonos a nosotros mismos y empezaremos a amar a los demás. Pero para amarnos primero debemos conocernos, pues no se puede amar a lo que no se conoce. Precisamente se teme a lo que se desconoce. Debemos quitarnos ese miedo a conocernos, a ver nuestros errores, nuestros defectos...
No debemos engañarnos pensando que somos perfectos, pues eso creará un estancamiento. Perfecto solo es lo que está acabado, y una persona acabada es una persona muerta, tanto si sigue en vida como si no. Es bueno reconocer los errores para modificarlos y así evolucionar como individuos. Aunque quizás lo mejor sería empezar por quitarnos todos los prejuicios fundados simplemente por la sociedad que tenemos.
Ante cada prejuicio que tengamos debemos pararnos y observarlo, luego analizarlo racionalmente y ver si de verdad lo que nos parecía malo (o bueno) realmente lo es. Una vez nos hayamos quitado esa venda de prejuicios que nos impedía observarnos podemos empezar. Hemos de mirar hacia dentro, ver como somos, conocernos, mejorarnos, amarnos, y seguir progresando. Nuestro subconsciente tiene las respuestas que conocemos pero no recordamos. Al observarnos nos daremos cuenta de nuestras peculiaridades que no hacen diferentes. A partir de ahí podremos ver que los demás también tienen algo.
Soy único, igual que todos los demás. No nos creamos tan especiales como para que todo gire a nuestro alrededor ni nos convirtamos en meros aduladores de lo externo. Quizás todo esto no sea suficiente para entender el orden del caos, pero como mínimo, aunque el espectador esté de acuerdo o no con lo leído, hace reflexionar.
Y todo empezó en una tarde de un martes de febrero…
Kouto